Escondidas entre sombras que oscurecen su talante umbrío, las zonas boscosas del norte de Michigan, en Estados Unidos, se cierran sobre sí mismas, candados naturales que sólo relevarán sus secretos cuando llegue el invierno y arrase sus brotes. En verano, sin embargo, abundan distintas tonalidades del verde y algunos colores claros que, como vigías adelantados, ya otean el otoño. Las lluvias torrenciales —el agua anega las superficies y las ahoga— renuevan este verdor. Es en agosto cuando los agricultores presumen sus cosechas: larguísimos campos en estricta formación militar que se extienden, orgullosos, hasta las manchas del bosque, que abrazan sin pudor. Abunda el maíz, la soya y el trigo. Es el tiempo de las cosechas, cuando los animales, sobre todo los venados, se atreven a curiosear entre aquellos campos.
En estas áreas rurales, además de estas postales naturales, nunca faltan mantas y carteles apoyando al expresidente Donald Trump. El mensaje es claro: Joe Biden y los demócratas se robaron la elección. Ya ni siquiera Mike Pence, el vicepresidente defenestrado por el círculo de Trump, aparece mentado ahí. Manejando entre aquellas soledades, mi esposa, nacida en Estados Unidos, me dijo: “No recuerdo tanto frenesí por un expresidente”.
La democracia norteamericana se aproxima a una batalla legal sin precedentes. Palpita en este país una amenaza que enfrenta una forma agresiva de política contra la sensatez que otorgan los procesos democráticos que sostienen el imperio de la ley. Con las acusaciones del fiscal Jack Smith del Departamento de Justicia y las de la fiscal Fani Willis, del estado de Georgia, el lazo en torno a Donald Trump y sus acólitos comienza a cerrarse lentamente. Los resortes de la justicia han sido activados.
El expresidente enfrenta juicios en Florida, Georgia, Nueva York y Washington DC, un total de 91 acusaciones que dan cuenta del esfuerzo criminal de Trump en varios frentes: conspirar para defraudar a Estados Unidos, crímenes por falsificar registros comerciales, abuso sexual, retención de documentos que contienen información clasificada, conspiración para obstruir la justicia.
“Necesito que me encuentres 11,780 votos”, le dijo Donald Trump al secretario de Estado de Georgia, Brad Raffensperger, para quitarle a Joe Biden su victoria en ese estado. Esta serie de conductas del expresidente nos hablan de una patología que es, al mismo tiempo, símbolo de nuestro tiempo y también un esfuerzo personal y voluntarioso asentado sobre una pedagogía de la impunidad.
El entusiasmo por Trump y su furibunda defensa por parte del electorado republicano no puede explicarse dentro de las vertientes tradicionales de ese partido. La atomización de la opinión pública, el manoseo de los rusos en la elección presidencial y el esparcimiento de desinformación finalmente legitimada desde el poder son algunas de las vertientes mediáticas de este culto político.
El depósito más visible de esta adoración, sin embargo, se encuentra en el melodrama de la conspiración. Donald Trump es adicto a ellas. Personificó esta paranoia en Steve Bannon al nombrarlo consejero presidencial. Las teorías de la conspiración suelen ser risibles, pero poseen una virtud: son fáciles de creer, pues carecen de toda lógica. Explican fenómenos complejos sin las onerosas cargas de la razón. Quien impulsa una teoría de la conspiración también aspira a la distorsión de la conversación pública.
No hay que dar por descontado al autócrata. Las condiciones sociopolíticas que llevaron a Trump a la presidencia siguen presentes. El mismo grupo demográfico —blancos poco educados— sigue resentido por la pérdida de privilegios que, aseguran, viene de sucesivas olas migratorias que han amenazado el “modo de vida americano” asociado con un país mayoritariamente blanco, como escribe Gideon Rachman en La era de los líderes autoritarios (Crítica 2022). El rostro de Donald Trump en la cárcel de Fulton County confirma, para los adictos a la conspiración incitada por el expresidente, que la democracia norteamericana se encuentra en peligro.
Es por ello por lo que el asalto al Capitolio, su evasión de impuestos o su rampante inmoralidad le resultan irrelevantes a sus seguidores. Violar la ley resulta necesario si con ello se protege la sacralidad de un modo de vida. No puede haber tabú alguno para el que promete un paraíso.
Trump ha abierto un nuevo espacio en la política norteamericana, un núcleo cada vez más visible entre el Partido Demócrata y el Republicano. Ahí todo puede ocurrir, pues se trata de un espacio político de excepción, donde no sólo habita un líder y sus seguidores, sino una identidad y, para algunos, un salvoconducto hacia un Estados Unidos más blanco, menos desfigurado por las luchas culturales de la izquierda, más reconocible y fácil de entender. Los resortes que impulsan esta política son, en última instancia, un ejercicio de vanidad: el líder autoritario cree que lo puede todo.
No harían mal los demócratas en darse una vuelta por aquellos caminos rurales del norte de Michigan y otros estados. Protegidos por la densa vegetación y el follaje se atisban los fantasmas de 2016, la biografía de un resentimiento.
El último capítulo está aún por escribirse. (Guillermo Fajardo, Excélsior, Nacional, p. 11)
(Rictus, El Financiero, Nacional, Política y Sociedad, p. 32)